miércoles, 20 de mayo de 2009

VIVIMOS DE LAS APARIENCIAS

Vivimos en el “mundo de la imagen”, o como dijo Heidegger, en “la época de la imagen del mundo”. Desde siempre la vida ha necesitado de las apariencias, de la representación. Y es que desde los orígenes del pensamiento se ha puesto de relieve la necesidad de aparentar lo que no “se es”.

El ciudadano griego poseía una especie de “máscara” que le permitía obrar en la “polis” como si en ello se jugase la vida. Pero la máscara permitía ocultar cosas más profundas. Todos los aspectos de la vida en su desenlace trágico –la idea de un amor frustrado por la traición y la muerte, la muerte prematura, los desastres naturales, etc.– eran eclipsados por un momento en su representación festiva y jovial. El teatro era el lugar donde esto ocurría. Pero es la modernidad la que nos pone ante el gran teatro del mundo. Desde Velázquez a Calderón de la Barca, pasando por Shakespeare, se ha resaltado la idea del mundo como ensoñación, como creación que tiene origen en el sujeto. De manera que en esta nueva concepción, los malos momentos debían ponernos en la tesitura de tener que pensar aquello que se le clavó a Hamlet en el corazón:

¡Extínguete, fugaz antorcha!

La vida es una sombra tan sólo, que transcurre; un pobre actor

que, orgulloso, consume su turno sobre el escenario

para jamás volver a ser oído. Es una historia

contada por un necio, llena de ruido y furia,

que nada significa”.

También pensadores como Schopenhauer y Nietzsche se hicieron cargo de esta reflexión, cada uno a su manera. Aunque el tema de la representación y la verticalidad del acontecimiento es central en la reflexión de la filosofía contemporánea que hunde sus raíces en la fenomenología, en el pensamiento heideggeriano y en la hermenéutica. Schopenhauer dividió al mundo en dos, un mundo como voluntad y un mundo como representación. El mundo como representación es el mundo de la ficción creado por una voluntad que se expande a todos los rincones del universo y que tiene como máxima la idea de que la vida es un negocio que no cubre los gastos y que, por lo tanto, habría que declarar en quiebra y liquidarlo cuanto antes. Para él, el dolor es “la cosa mejor repartida del mundo”. Su pesimismo le llevó a afirmar que no habría nadie que, en algún momento de su vida, no afirmase que la cantidad de sufrimiento que le ha deparado la vida era más que suficiente. Nietzsche, por su parte, coincide en la idea de que el hombre posee en sí mismo un lado oscuro que no puede explicar –lleno de dolor, pasiones, deseos, valores, etc.— y que dirige la voluntad de la persona, más allá de su racionalidad. Por ello, consideraba que era necesario mentir, fingir, crear…Tanto es así que el arte es el remedio que él encuentra contra los embates de la vida. Cuando el hombre se hace cargo del horror que produce pensar en las cosas serias de la vida corre el riesgo de caer en la depresión y juzgar que la vida no vale nada, que está llena de injusticias. ¿Quién no ha pensado esto al ver cómo una madre arropa entre sus brazos a su hijo muerto de dos años? Pero contra el pesimismo de su maestro propondrá la representación de lo sublime y lo cómico. Y es el arte el que aúna estas dos perspectivas.

El problema es que el mundo se ha convertido, no en apariencia, sino el algo aparente. Vivimos en un mundo que ha banalizado la existencia y que no se plantea las preguntas importantes. Nadie se puede extrañar de esta tesis en un mundo en el que unos viven tan bien y otros tan mal. Y aquí participamos todos, lo queramos o no. En el mundo de la opulencia y el consumismo vivimos personas capaces de ver en el telediario sin inmutarnos la cantidad de gente que muere al día por falta de lo mínimo necesario para sobrevivir y, acto seguido, deleitarnos con la noticia de que Florentino Pérez va a gastar 300 millones de euros en fichar a Kaká, Cristiano Ronaldo y David Villa. Vivimos en lo que Debord ha llamado la vida del espectáculo. Luis Sáez reflexiona sobre esto con extraordinaria brillantez en su último libro Ser errático:

“Cada vez es más patente la conversión de la vida en espectáculo, lo que significa que lo real es suplantado a todos los niveles por la representación, por la imagen, por la puesta en escena. (…) Lo espectacular no es lo que posee grandeza, lo valioso desde sí, sino la vida misma de la imagen, separada de la existencia: grandiosidad, gigantismo; en la esfera de la palabra, un dis-curso autoenvolvente, cerrado sobre sí, monólogo autoelogioso e ininterrumpido: grandilocuencia”.

La vida se ha convertido en una ficción. La felicidad de todo el mundo es aparente. Nadie se atreve a afirmar que es infeliz al mismo tiempo que se llenan las consultas de psiquiatras o psicólogos y se disparan las ventas de libros de autoayuda. Vivimos en la burbuja de un “mundo feliz” que impide cada vez más una relación auténtica con las cosas y con las personas. Ya nadie se preocupa por la cosa misma en un mundo en el que todo es mero maquillaje. La publicidad es el secreto del éxito y desde sí conforma un tipo de verdad ajeno a la realidad. Así, por poner un ejemplo menos profundo y más cercano, es posible que un deejay se convierta en popular por la mera publicidad. Internet, un campeonato en el que nadie participa, o lo que sea, lo lanza a la fama. Ya se ha consagrado en este rito y no importa cómo mezcle o haga las cosas. Lo que importa es el rimbombante eslogan de “Campeón”. Y basta para que la gente en masa acuda a una discoteca a destrozarse los oídos con un personajillo que se preocupa más de su publicidad que por crear mezclas con estilo: por ejemplo, poniendo su nombre en su camiseta y carteles o alardeando aquí y allá de la gesta que le lanzó a la fama y que desde el pasado proyecta su futuro como si fuese el combustible de su obrar.

Pero lo triste es que esto no se limita a estos ámbitos. Lo peor aparece cuando la reflexión se centra en las cuestiones que de verdad importan: la vida política, social y económica, la vida familiar y de pareja, el trabajo, etc. Aquí sería necesario rescatar la idea griega de la “máscara” y pensar con Nietzsche que las apariencias son necesarias, pero sólo justificables si están al servicio de la vida, o lo que es lo mismo: una apariencia sólo se justifica si nace de las cosas mismas y, además, la fuerza que hay detrás de ella no es reactiva o negadora sino activa y potenciadora; una representación es positiva si detrás de ella no hay un espíritu vil sino una voluntad honesta con la vida.

¡Hagamos un esfuerzo por desenmascarar a todos los niveles los engaños y dejémonos seducir por aquellas ficciones y seducciones en las que resuena el amor a las cosas mismas!

D. Fernández Rodríguez.