Pocos textos son de tanta profundidad. Estamos ante uno de los capítulos del Zaratustra que considero más importantes. Y es que nos da casi todas las claves que –considero- son imprescindibles para entender a Nietzsche.
Al hablar de este capítulo me guardaré de dos cosas. De los textos de Nietzsche es imposible hacer un resumen o un comentario de texto tradicional. Esto sería como intentar resumir un poema de Antonio Machado. Por ello, no hay nada mejor que acercarse al texto y callar acerca de lo que allí se dice. En otro lugar, nos dice Nietzsche, que no nos estimamos bastante cuando nos comunicamos. “Nuestras vivencias auténticas –dice el autor- no son en modo alguno charlatanas. No podrían comunicarse si quisieran. Es que les falta la palabra”. Pero algo hay que decir, aunque sea cometiendo los errores contra los que el mismo Nietzsche nos persuade.
Pues bien, esto es lo que le pasa al «solitario». El solitario es un “incomprendido”. El incomprendido está condenado a la soledad. Hay quienes estando rodeados de gente son atacados por eso que llamamos “soledad”. Es curioso que sea en nuestras sociedades donde sea más peligroso el abismo al que nos asoma la soledad. Es curioso, sobre todo, porque hoy día es más fácil que nunca la comunicación. La respuesta de Nietzsche a la cuestión de por qué el solitario es incomprendido es inquietante: porque no hay nadie que pueda comprenderlo. El solitario es el creador. Como creador él tiene su propio lenguaje. Pero, ¿En que consiste ser creador? ¿Se trata de ser un genio? ¿De hacer de la propia vida una obra de arte? ¿Se trata de vivir en la autenticidad? ¿De llegar a ser uno mismo un Dios? ¿Quién es este creador que tiene que andar un camino? ¿Cuál sería ese camino? ¿Existe previamente el camino?
Decía el poeta “caminante no hay camino”; y otros añadían “se hace camino al andar”. No vaya nadie a estos textos a la búsqueda de un camino que seguir, pues cada cual ha de seguir su propio camino. Que no venga nadie diciendo que Nietzsche dijo tal o cual cosa. Por ello, no es de extrañar que el Zaratustra lleve por subtítulo “un libro para todos y para nadie”. Más claro lo decía en el capítulo de esta obra que lleva por título “Del espíritu de la pesadez”: « “Éste es mi camino, ¿dónde está el vuestro?”, así respondía yo a quienes me preguntaban “por el camino”. ¡El camino, en efecto, no existe!».
Con todo esto ya empezamos a tener los elementos para comprender qué quería decir Nietzsche con este enigmático capítulo. Para ello ya debemos empezar a escribir con más cuidado. Y es que nunca sabremos lo que Nietzsche quiso decir. Es más, él no nos quería decir nada, o al menos nunca se propuso explicar lo que sentía que debía decir, pues esto iba contra sus mejores hábitos y contra el orgullo de sus instintos. Sería más sensato decir que en nuestra lectura, quizá descubramos algunos caminos que son posibles desde el pensamiento de Nietzsche. Pero, una vez que ya no hay caminos previos –que no hay una verdad en ningún lugar ahí para ser descubierta- nos queda intentar descifrar qué podría significar aquello que se llama el “camino del creador”.
La metáfora del “bosque” es interesante para esta cuestión. En el bosque no hay caminos previos. El lugar en que te encuentras es el que hace que aparezcan unos caminos y que otros desaparezcan. Depende de donde estés para que aparezcan unas sendas u otras. Si hoy ves esta parte, la otra queda en la sombra. Nunca podrás ver todo el bosque, por mucho que pasees dentro de él. Basta que desvíes tu camino para que aparezcan nuevos sitios transitables y nuevos paisajes. El bosque es posible vivirlo de infinitas maneras; toda verdad depende allí de descubrir nuevos lugares. Pero este descubrimiento no es de algo que ya estaba allí para verse. Ese lugar, es creado en la misma visita del que pasea. Disfrutar de los paisajes del bosque es algo que se hace desde una perspectiva que ya nadie podrá rememorar y revivir. Nunca serán los mismos ojos ni el mismo lugar; jamás volverás por el mismo camino. Esta persona verá algo de aquel rincón que nadie nunca había visto antes. Cuando abandone aquel lugar, ese rincón desaparecerá tal cual era. En el bosque, lo importante es que nada se repite.
Esto es un poco difícil de entender. Pero quizá se entienda mejor si vemos el bosque como un laberinto. Una vez leí algo muy interesante en la segunda página de un libro de filosofía para Bachillerato: “el que sólo busca la salida no entiende el laberinto, y aunque la encuentre saldrá sin haberlo entendido”. Sabiendo que aquí no se trata de entender sino de comprender, podríamos hacer nuestra esta sentencia. Uno puede ver el bosque desde fuera, pero ¿qué comprendemos de él? Yo diría que nada. Pero ¿podemos llegar a conocerlo del todo si estamos dentro de él? Yo diría que tampoco. ¿Por qué? Hagamos un ejercicio mental muy sencillo y veremos por qué creo que no. Cuando le damos un golpe a nuestro coche, lo llevamos a arreglar a un taller. Imaginemos que el golpe se lo ha llevado la parte delantera. Los mecánicos pintan las piezas nuevas, de manera que la pintura nueva contrasta con la de las piezas que no se han pintado. ¿Qué es lo que hacen para que no se note el contraste que hay entre las piezas que se han reparado y las que no se habían roto en el golpe? Difuminan levemente un poco de pintura nueva al resto de las piezas para que recobren vitalidad. Ahora bien ¿por qué no se nota el contraste? ¿Por qué no nos damos cuenta los clientes de esta “chapuza”? Pues porque nuestra visión del coche siempre es desde una perspectiva. Por ejemplo, si lo miramos de frente no podemos ver el maletero. Si pudiésemos ver el coche como un todo podríamos apreciar el contraste. Pero esto es imposible.
Entre la perspectiva que se da en el bosque y la que tenemos al mirar el coche hay una diferencia. Cuando miramos de frente el coche podemos tener certeza de cómo es la parte trasera porque la hemos visto en muchas ocasiones, pero cuando estamos en el bosque la cosa no es tan sencilla. Mirar desde un lugar hace que los otros lugares se trasformen. Nunca podremos imaginarnos cómo es este bosque concreto desde dentro, teniendo simultáneamente al mismo tiempo la imagen de todos los lugares tal como son. No existen lugares en sí. Esos lugares, para ser tales, dependen de la parcialidad de la perspectiva. Esos lugares no existen en sí mismos como si existe el coche tal como es. Existe aquel lugar donde estuve con mi chica por primera vez; aquel rincón donde jugamos al escondite. Nunca hubo lugares en sí.
Recuerdo una de esas tardes que paseaba con Verónica por uno de los bosques de la Sierra de Pozo Alcón. Era uno de los primeros días de la primavera; la tarde empezaba a dejar sitio a la noche. De pronto miré hacia atrás y el camino que habíamos dejado atrás desapareció. En su lugar aparecieron cerca de diez o doce nuevos senderos que habían permanecido en la oscuridad. Fue un rayo de luz que las colinas de enfrente habían filtrado el que nos hizo cambiar de lugar. Éste haz hizo luz sobre nuevos caminos al tiempo que enterraba otros. Sobre todo había desaparecido el camino que nos había traído hasta allí. Ya nunca volveríamos a pasar por él. ¿Por qué? Desconozco si ella sintió lo que yo; hubiese sido una descortesía preguntarle tal cosa, sabiendo que no tendría, en tal caso, palabras para responderme. Yo tampoco voy a intentar describir lo que sentí. Pero en aquel mágico segundo de reloj pasó por mi cabeza toda mi vida al mismo tiempo; sentí náuseas que me arrojaban al abismo de la soledad. Pensé qué algún día, muchos años atrás, habían paseado por ese bosque parejas de enamorados y que de ellos ya nada quedaba. Me atajó un terrible miedo a morir. Incluso a morir en vida. Se puede morir en vida; esto ocurre cuando uno está sólo. Temí perderla. Pero ese miedo a la soledad era comprensible. Estaba experimentando en mi soledad algo que ahora considero un privilegio. Pero un privilegio como este tiene algo negativo. Es como un secreto que jamás podrás contar. Y no se puede contar porque no hay palabras para ello. De lo que si estoy seguro es que aquella experiencia del atardecer jamás la podría tener un Dios ni nada que se le pareciese. Era la conciencia de mi finitud la que me atravesó e hizo sentir ese grato momento. Sentí algo que cualquiera hubiese deseado vivir otra vez.
De lo que estoy seguro es que yo no buscaba experimentar aquello. Toda esa tarde fue un regalo, el regalo del más solitario. El solitario tiene una virtud. Y es que él es capaz de apreciar lo bueno de la perspectiva. Él no ansía verlo todo de una vez. Por ello, es capaz de vislumbrar siempre nuevos caminos y nuevas metas. Contra el famoso refrán yo diría que “sólo el que no busca, encuentra”. El solitario es capaz de conformarse con poco porque él lo ha creado. Él es “una rueda que se mueve a sí misma”, esto es, alguien que vive su vida –usando las palabras de Heidegger- auténticamente. Pero, ¿qué es vivir auténticamente?
Ya hemos visto algo de esto. Pongamos un nuevo ejemplo que tomo de un profesor que admiro mucho: una mujer no lucha por el hombre al que ama porque éste está con otra mujer y prefiere no coaccionarlo; otra está en el mismo caso y lucha, porque cree que el amor es pasión y que ha de ser seguido aunque implique grandes riesgos. Estos dos casos, nos explica Luís Sáez, son diferentes pero en el acto mismo hay una misma cosa: autenticidad, es decir, compromiso efectivo con una idea de libertad. Pero podría darse otro caso: una tercera dama elige renunciar al amado simplemente por resignación, otra elige luchar por simple sentimiento de arrogancia frente a la otra mujer: en estos casos cabe hablar de inautenticidad.
El que vive auténticamente, no es ni ansioso ni ambicioso. El que cree poderlo todo, el que cree poder verlo todo, es alguien que busca la semejanza con Dios, el inauténtico. Aunque a primera vista parezca extraño éste es el hombre del rebaño, la persona inauténtica. Es una persona que se siente impotente, pues sus ansias de poder topan constantemente con la realidad. Para no poner en evidencia su impotencia reacciona contra todo lo que le supera. Entonces sus malos instintos se vuelven contra él en el desprecio de toda persona que vive su vida desde sí, esto es, que vive haciendo suyos sus propios valores. El hombre-masa mira al creador, al más solitario, con envidia. Desearía ser como él pero no puede. El impotente no puede mirar de cara al abismo y mantenerse en pié; no es capaz de mirar cara a cara al destino y decirle: ¿esto era el destino? Pues bien, “¡Da capo!” ¡Otra vez! Contra esto vive su vida en la esperanza de otro mundo que no es el de los vivos.
Este tipo de hombres no están a la altura del creador. Sus palabras no están hechas para tales oídos. Por ello éstos –los débiles de espíritu- nunca serán sus enemigos. A estos es mejor darles “la pata” en vez de la mano. El verdadero enemigo del creador es él mismo, su propia soledad. Por eso dice Nietzsche:
«Hoy sufres todavía a causa de los muchos, tu que eres uno solo: hoy conservas aún todo tu valor y todas tus esperanzas. Más alguna vez tu soledad te fatigará, alguna vez tu orgullo se curvará y tu valor rechinará los dientes. Alguna vez gritarás “¡estoy sólo!”.
Alguna vez dejarás de ver tu altura y contemplarás demasiado cerca tu bajeza; tu sublimidad misma te aterrorizará como un fantasma. Alguna vez gritarás “¡Todo es falso!”
Hay sentimientos que quieren matar al solitario; ¡si no lo consiguen, ellos mismos tienen que morir entonces! Mas ¿eres tu capaz de ser asesino?»
Esta vida no es fácil. Se trata del modo más difícil de asumir. Empuñar un proyecto propio es una labor infinita, por interminable, que sólo es posible desde la finitud. La tarea de crear los propios valores nos pone ante un algo terrible. Si no hay valores en sí, entonces, uno ha de ser responsable de los suyos; uno ha de ser para sí mismo “juez y vengador de la propia ley”. En palabras de Heidegger podríamos decir que ante la amenaza de la nada éste se encuentra “sin fondo”. Pero en ese momento descubre que el auténtico fondo es, precisamente, esa sonora ausencia. Aquí es donde el hombre ha de interrogarse por el sentido, esto es, donde uno ha de buscar o crear su propio camino. Pero esta creación o búsqueda sólo tiene sentido desde la finitud de la existencia. Uno es para sí la última palabra y, en ese hacer por ser que no busca apropiarse de los otros –que los deja ser-, ha de configurar su vida desde la finitud. En esto le va la vida.
Por ello, dice Nietzsche:
“¡Solitario tú recorres el camino que lleva a ti mismo! ¡Y tu camino pasa al lado de ti mismo y de tus siete demonios!
Un hereje serás para ti mismo, y una bruja y un hechicero y un necio y un escéptico y un impío y un malvado. Tienes que querer quemarte a ti mismo en tu propia llama: ¡cómo te renovarías si antes no te hubieses convertido en ceniza!”
Frente a este tipo de hombre intenta alzarse el grupo de los “justos”. Y quizás aquí sonría mi amigo Alfonso: se trata de los hombres que tratan de imponer su justicia a otros. Una justicia, nos dicen, asentada en una supuesta verdad de las cosas –que nos dicen está ahí para ser comprobada empíricamente-, pero que jamás hace honor a lo particular y que, por lo mismo, responde a los intereses de ciertas “voluntades débiles de espíritu” –las que no son capaces de hacer suya la responsabilidad de crear un camino propio desde el que proyectar su vida con sentido.
Quizá lleve razón en esto Nietzsche y es que es mejor vivir en soledad que vivir intentando dirigir la vida de los demás. El impotente, negando lo más propio de sí, se abraza a las directrices del hombre “masa” porque tiene miedo de aquellos que crean sus propios valores; tiene miedo de aquellos que saben vivir con “lo poco” que han creado, tienen miedo de aquellos que no necesitan “tener para ser” sino que “son sin tener”. El creador no busca retener. Nada más lejos del espíritu del creador: éste si tuvo fue para destruir y luego crear. Y no busca retener porque no tiene miedo a vivir en la incertidumbre que supone ser él mismo su propia salvación. Él es, como dice Nietzsche riesgo y destino, “un juego de dados con la muerte”.
Al hablar de este capítulo me guardaré de dos cosas. De los textos de Nietzsche es imposible hacer un resumen o un comentario de texto tradicional. Esto sería como intentar resumir un poema de Antonio Machado. Por ello, no hay nada mejor que acercarse al texto y callar acerca de lo que allí se dice. En otro lugar, nos dice Nietzsche, que no nos estimamos bastante cuando nos comunicamos. “Nuestras vivencias auténticas –dice el autor- no son en modo alguno charlatanas. No podrían comunicarse si quisieran. Es que les falta la palabra”. Pero algo hay que decir, aunque sea cometiendo los errores contra los que el mismo Nietzsche nos persuade.
Pues bien, esto es lo que le pasa al «solitario». El solitario es un “incomprendido”. El incomprendido está condenado a la soledad. Hay quienes estando rodeados de gente son atacados por eso que llamamos “soledad”. Es curioso que sea en nuestras sociedades donde sea más peligroso el abismo al que nos asoma la soledad. Es curioso, sobre todo, porque hoy día es más fácil que nunca la comunicación. La respuesta de Nietzsche a la cuestión de por qué el solitario es incomprendido es inquietante: porque no hay nadie que pueda comprenderlo. El solitario es el creador. Como creador él tiene su propio lenguaje. Pero, ¿En que consiste ser creador? ¿Se trata de ser un genio? ¿De hacer de la propia vida una obra de arte? ¿Se trata de vivir en la autenticidad? ¿De llegar a ser uno mismo un Dios? ¿Quién es este creador que tiene que andar un camino? ¿Cuál sería ese camino? ¿Existe previamente el camino?
Decía el poeta “caminante no hay camino”; y otros añadían “se hace camino al andar”. No vaya nadie a estos textos a la búsqueda de un camino que seguir, pues cada cual ha de seguir su propio camino. Que no venga nadie diciendo que Nietzsche dijo tal o cual cosa. Por ello, no es de extrañar que el Zaratustra lleve por subtítulo “un libro para todos y para nadie”. Más claro lo decía en el capítulo de esta obra que lleva por título “Del espíritu de la pesadez”: « “Éste es mi camino, ¿dónde está el vuestro?”, así respondía yo a quienes me preguntaban “por el camino”. ¡El camino, en efecto, no existe!».
Con todo esto ya empezamos a tener los elementos para comprender qué quería decir Nietzsche con este enigmático capítulo. Para ello ya debemos empezar a escribir con más cuidado. Y es que nunca sabremos lo que Nietzsche quiso decir. Es más, él no nos quería decir nada, o al menos nunca se propuso explicar lo que sentía que debía decir, pues esto iba contra sus mejores hábitos y contra el orgullo de sus instintos. Sería más sensato decir que en nuestra lectura, quizá descubramos algunos caminos que son posibles desde el pensamiento de Nietzsche. Pero, una vez que ya no hay caminos previos –que no hay una verdad en ningún lugar ahí para ser descubierta- nos queda intentar descifrar qué podría significar aquello que se llama el “camino del creador”.
La metáfora del “bosque” es interesante para esta cuestión. En el bosque no hay caminos previos. El lugar en que te encuentras es el que hace que aparezcan unos caminos y que otros desaparezcan. Depende de donde estés para que aparezcan unas sendas u otras. Si hoy ves esta parte, la otra queda en la sombra. Nunca podrás ver todo el bosque, por mucho que pasees dentro de él. Basta que desvíes tu camino para que aparezcan nuevos sitios transitables y nuevos paisajes. El bosque es posible vivirlo de infinitas maneras; toda verdad depende allí de descubrir nuevos lugares. Pero este descubrimiento no es de algo que ya estaba allí para verse. Ese lugar, es creado en la misma visita del que pasea. Disfrutar de los paisajes del bosque es algo que se hace desde una perspectiva que ya nadie podrá rememorar y revivir. Nunca serán los mismos ojos ni el mismo lugar; jamás volverás por el mismo camino. Esta persona verá algo de aquel rincón que nadie nunca había visto antes. Cuando abandone aquel lugar, ese rincón desaparecerá tal cual era. En el bosque, lo importante es que nada se repite.
Esto es un poco difícil de entender. Pero quizá se entienda mejor si vemos el bosque como un laberinto. Una vez leí algo muy interesante en la segunda página de un libro de filosofía para Bachillerato: “el que sólo busca la salida no entiende el laberinto, y aunque la encuentre saldrá sin haberlo entendido”. Sabiendo que aquí no se trata de entender sino de comprender, podríamos hacer nuestra esta sentencia. Uno puede ver el bosque desde fuera, pero ¿qué comprendemos de él? Yo diría que nada. Pero ¿podemos llegar a conocerlo del todo si estamos dentro de él? Yo diría que tampoco. ¿Por qué? Hagamos un ejercicio mental muy sencillo y veremos por qué creo que no. Cuando le damos un golpe a nuestro coche, lo llevamos a arreglar a un taller. Imaginemos que el golpe se lo ha llevado la parte delantera. Los mecánicos pintan las piezas nuevas, de manera que la pintura nueva contrasta con la de las piezas que no se han pintado. ¿Qué es lo que hacen para que no se note el contraste que hay entre las piezas que se han reparado y las que no se habían roto en el golpe? Difuminan levemente un poco de pintura nueva al resto de las piezas para que recobren vitalidad. Ahora bien ¿por qué no se nota el contraste? ¿Por qué no nos damos cuenta los clientes de esta “chapuza”? Pues porque nuestra visión del coche siempre es desde una perspectiva. Por ejemplo, si lo miramos de frente no podemos ver el maletero. Si pudiésemos ver el coche como un todo podríamos apreciar el contraste. Pero esto es imposible.
Entre la perspectiva que se da en el bosque y la que tenemos al mirar el coche hay una diferencia. Cuando miramos de frente el coche podemos tener certeza de cómo es la parte trasera porque la hemos visto en muchas ocasiones, pero cuando estamos en el bosque la cosa no es tan sencilla. Mirar desde un lugar hace que los otros lugares se trasformen. Nunca podremos imaginarnos cómo es este bosque concreto desde dentro, teniendo simultáneamente al mismo tiempo la imagen de todos los lugares tal como son. No existen lugares en sí. Esos lugares, para ser tales, dependen de la parcialidad de la perspectiva. Esos lugares no existen en sí mismos como si existe el coche tal como es. Existe aquel lugar donde estuve con mi chica por primera vez; aquel rincón donde jugamos al escondite. Nunca hubo lugares en sí.
Recuerdo una de esas tardes que paseaba con Verónica por uno de los bosques de la Sierra de Pozo Alcón. Era uno de los primeros días de la primavera; la tarde empezaba a dejar sitio a la noche. De pronto miré hacia atrás y el camino que habíamos dejado atrás desapareció. En su lugar aparecieron cerca de diez o doce nuevos senderos que habían permanecido en la oscuridad. Fue un rayo de luz que las colinas de enfrente habían filtrado el que nos hizo cambiar de lugar. Éste haz hizo luz sobre nuevos caminos al tiempo que enterraba otros. Sobre todo había desaparecido el camino que nos había traído hasta allí. Ya nunca volveríamos a pasar por él. ¿Por qué? Desconozco si ella sintió lo que yo; hubiese sido una descortesía preguntarle tal cosa, sabiendo que no tendría, en tal caso, palabras para responderme. Yo tampoco voy a intentar describir lo que sentí. Pero en aquel mágico segundo de reloj pasó por mi cabeza toda mi vida al mismo tiempo; sentí náuseas que me arrojaban al abismo de la soledad. Pensé qué algún día, muchos años atrás, habían paseado por ese bosque parejas de enamorados y que de ellos ya nada quedaba. Me atajó un terrible miedo a morir. Incluso a morir en vida. Se puede morir en vida; esto ocurre cuando uno está sólo. Temí perderla. Pero ese miedo a la soledad era comprensible. Estaba experimentando en mi soledad algo que ahora considero un privilegio. Pero un privilegio como este tiene algo negativo. Es como un secreto que jamás podrás contar. Y no se puede contar porque no hay palabras para ello. De lo que si estoy seguro es que aquella experiencia del atardecer jamás la podría tener un Dios ni nada que se le pareciese. Era la conciencia de mi finitud la que me atravesó e hizo sentir ese grato momento. Sentí algo que cualquiera hubiese deseado vivir otra vez.
De lo que estoy seguro es que yo no buscaba experimentar aquello. Toda esa tarde fue un regalo, el regalo del más solitario. El solitario tiene una virtud. Y es que él es capaz de apreciar lo bueno de la perspectiva. Él no ansía verlo todo de una vez. Por ello, es capaz de vislumbrar siempre nuevos caminos y nuevas metas. Contra el famoso refrán yo diría que “sólo el que no busca, encuentra”. El solitario es capaz de conformarse con poco porque él lo ha creado. Él es “una rueda que se mueve a sí misma”, esto es, alguien que vive su vida –usando las palabras de Heidegger- auténticamente. Pero, ¿qué es vivir auténticamente?
Ya hemos visto algo de esto. Pongamos un nuevo ejemplo que tomo de un profesor que admiro mucho: una mujer no lucha por el hombre al que ama porque éste está con otra mujer y prefiere no coaccionarlo; otra está en el mismo caso y lucha, porque cree que el amor es pasión y que ha de ser seguido aunque implique grandes riesgos. Estos dos casos, nos explica Luís Sáez, son diferentes pero en el acto mismo hay una misma cosa: autenticidad, es decir, compromiso efectivo con una idea de libertad. Pero podría darse otro caso: una tercera dama elige renunciar al amado simplemente por resignación, otra elige luchar por simple sentimiento de arrogancia frente a la otra mujer: en estos casos cabe hablar de inautenticidad.
El que vive auténticamente, no es ni ansioso ni ambicioso. El que cree poderlo todo, el que cree poder verlo todo, es alguien que busca la semejanza con Dios, el inauténtico. Aunque a primera vista parezca extraño éste es el hombre del rebaño, la persona inauténtica. Es una persona que se siente impotente, pues sus ansias de poder topan constantemente con la realidad. Para no poner en evidencia su impotencia reacciona contra todo lo que le supera. Entonces sus malos instintos se vuelven contra él en el desprecio de toda persona que vive su vida desde sí, esto es, que vive haciendo suyos sus propios valores. El hombre-masa mira al creador, al más solitario, con envidia. Desearía ser como él pero no puede. El impotente no puede mirar de cara al abismo y mantenerse en pié; no es capaz de mirar cara a cara al destino y decirle: ¿esto era el destino? Pues bien, “¡Da capo!” ¡Otra vez! Contra esto vive su vida en la esperanza de otro mundo que no es el de los vivos.
Este tipo de hombres no están a la altura del creador. Sus palabras no están hechas para tales oídos. Por ello éstos –los débiles de espíritu- nunca serán sus enemigos. A estos es mejor darles “la pata” en vez de la mano. El verdadero enemigo del creador es él mismo, su propia soledad. Por eso dice Nietzsche:
«Hoy sufres todavía a causa de los muchos, tu que eres uno solo: hoy conservas aún todo tu valor y todas tus esperanzas. Más alguna vez tu soledad te fatigará, alguna vez tu orgullo se curvará y tu valor rechinará los dientes. Alguna vez gritarás “¡estoy sólo!”.
Alguna vez dejarás de ver tu altura y contemplarás demasiado cerca tu bajeza; tu sublimidad misma te aterrorizará como un fantasma. Alguna vez gritarás “¡Todo es falso!”
Hay sentimientos que quieren matar al solitario; ¡si no lo consiguen, ellos mismos tienen que morir entonces! Mas ¿eres tu capaz de ser asesino?»
Esta vida no es fácil. Se trata del modo más difícil de asumir. Empuñar un proyecto propio es una labor infinita, por interminable, que sólo es posible desde la finitud. La tarea de crear los propios valores nos pone ante un algo terrible. Si no hay valores en sí, entonces, uno ha de ser responsable de los suyos; uno ha de ser para sí mismo “juez y vengador de la propia ley”. En palabras de Heidegger podríamos decir que ante la amenaza de la nada éste se encuentra “sin fondo”. Pero en ese momento descubre que el auténtico fondo es, precisamente, esa sonora ausencia. Aquí es donde el hombre ha de interrogarse por el sentido, esto es, donde uno ha de buscar o crear su propio camino. Pero esta creación o búsqueda sólo tiene sentido desde la finitud de la existencia. Uno es para sí la última palabra y, en ese hacer por ser que no busca apropiarse de los otros –que los deja ser-, ha de configurar su vida desde la finitud. En esto le va la vida.
Por ello, dice Nietzsche:
“¡Solitario tú recorres el camino que lleva a ti mismo! ¡Y tu camino pasa al lado de ti mismo y de tus siete demonios!
Un hereje serás para ti mismo, y una bruja y un hechicero y un necio y un escéptico y un impío y un malvado. Tienes que querer quemarte a ti mismo en tu propia llama: ¡cómo te renovarías si antes no te hubieses convertido en ceniza!”
Frente a este tipo de hombre intenta alzarse el grupo de los “justos”. Y quizás aquí sonría mi amigo Alfonso: se trata de los hombres que tratan de imponer su justicia a otros. Una justicia, nos dicen, asentada en una supuesta verdad de las cosas –que nos dicen está ahí para ser comprobada empíricamente-, pero que jamás hace honor a lo particular y que, por lo mismo, responde a los intereses de ciertas “voluntades débiles de espíritu” –las que no son capaces de hacer suya la responsabilidad de crear un camino propio desde el que proyectar su vida con sentido.
Quizá lleve razón en esto Nietzsche y es que es mejor vivir en soledad que vivir intentando dirigir la vida de los demás. El impotente, negando lo más propio de sí, se abraza a las directrices del hombre “masa” porque tiene miedo de aquellos que crean sus propios valores; tiene miedo de aquellos que saben vivir con “lo poco” que han creado, tienen miedo de aquellos que no necesitan “tener para ser” sino que “son sin tener”. El creador no busca retener. Nada más lejos del espíritu del creador: éste si tuvo fue para destruir y luego crear. Y no busca retener porque no tiene miedo a vivir en la incertidumbre que supone ser él mismo su propia salvación. Él es, como dice Nietzsche riesgo y destino, “un juego de dados con la muerte”.
D. Fernández.
Cuevas del Campo,
19 de septiembre de 2006
Cuevas del Campo,
19 de septiembre de 2006
Gracias por el análisis.
ResponderEliminarinteresante, me ayudó a entender mejor esa parte del Zaratustra.
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